sábado, 15 de septiembre de 2012

Hamlet (1948)

Imagen de la canónica versión fílmica de un clásico de la literatura universal

Según Laurence Olivier, artífice de esta celebérrima adaptación, el vengativo príncipe Hamlet es el máximo culpable de su propia tragedia. Es él quien, abrumado por la responsabilidad de impartir una justicia que le atañe íntimamente, desencadena la serie de eventos que, signados por una sempiterna morosidad, marcarán a su vez el desenlace previsiblemente sangriento y desesperadamente parcial, enteramente absurdo, que remata la emblemática pieza del más grande escritor de la historia.

El defecto único, empero decisivo, de esta noble alma que para reclamar sus derechos aristocráticos no habría tenido que nacer en el seno de tan gélida monarquía, es de una penosa inoportunidad, considerada la singular circunstancia, preñada de puntual pesar, que lo identifica; el fantasma de su padre le ha confiado la verdad acerca de su deceso y el nombre execrable de su homicida. La resolución de quien sin ninguna 'duda' satisfará tal empresa es, no obstante, inmediatamente oscura, contradictoria, inútil. Como el mismo Hamlet declara en cierto momento, su delirio es su enemigo.

Hamlet resulta un largometraje asombroso. El tiempo mortal es coprotagonista, y sobre la cronología humana se desarrolla un discurso merecedor de símil con el del Citizen Kane (1941) de Welles. La muerte, inescrutable e inmarcesible misterio, envuelve cada elemento de la puesta en escena con el manto benigno de una amenaza perpleja. Dudas existenciales aparte, la nocturnidad brumosa de este Elsinore de celuloide sería suficiente motivo para disuadir a cualquiera que no fuese Hamlet de sus vanos propósitos. Suntuosa y omnisciente, la cámara registra el declive progresivo de una sociedad gobernada por los vicios irresistibles del poder. Convenientemente ambiguo, Olivier interpreta al príncipe como a un actor que, pese a ser capaz de teorizar acerca del arte dramático, no puede escapar a la fatalidad que su tormentosa disyuntiva ha fecundado. Su maestría precede en veintisiete años a la de Nicholson en su parigual descenso a los abismos infernales descritos por Ken Kesey en One Flew Over the Cuckoo's Nest.

Después de Olivier, la adorable Jean Simmons sobresale en el rol de Ofelia, y, en un papel que es tan breve como disfrutable, un jovencísimo Peter Cushing encarna al afeminado Osric. La banda musical provista por William Walton agrega aún más lucidez, si cabe, a la narración. Prueba adicional de que el director Olivier estaba interesado en una traslación efectiva de Shakespeare al ecran, el texto original tuvo que ser editado. Luego, no hay en el filme mayor preocupación por el contexto histórico que la señalada por la realización artística; la cual, sin embargo, ha dejado para la memoria un castillo que en su ominosidad, cualidad onírica y atemporalidad, provoca sensaciones que acechan en las grutas de la imaginación. Entre las escenas insuperadas destaca la de la representación de los cómicos; nunca la ironía del 'teatro dentro del teatro' ha sido más cinematográfica.

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