domingo, 14 de octubre de 2012

Wuthering Heights (2011)


La versión que la realizadora de Fish Tank ofrece de la exhaustivamente imprescindible novela de Emily Brontë fue objeto de polémica desde su preproducción; y las reacciones frente al resultado final han variado: desde los elogios de su lectura fiel a un material particularmente arduo y de un lirismo usualmente esquivo a los fotogramas, hasta el rechazo de una interpretación radical que adultera el sentido romántico de sus fuentes por imbuir a la trama de un tono contemporáneo o un comentario social --el estimado lector me permitirá atribuirme ambas posiciones contradictorias, no obstante la última sólo hasta el espacio propio de las reservas más que de las objeciones.

La primera parte de la cinta es sin duda la de superior nivel, pues es allí que se cimenta con acerado y minucioso dominio del lenguaje audiovisual el amour fou tan terrenal a la vez que espiritual entre unos niños agrestes y libres, en una especie de trágico paraíso de la infancia --creado de dolor y placer, odio y compasión, soledad y belleza-- que es el escenario de la reunión sin límites (con la salvedad hecha de los estrictamente carnales) de una sola identidad. “I am Heathcliff” dice (declara, afirma inmortalmente) Cathy, en esta oportunidad con los labios vírgenes de la pequeña Shannon Beer (para el cronista, el verdadero descubrimiento histriónico de la obra), al final del metraje.

El prometedor James Howson no decepciona como el demónico antihéroe en su retorno, y su culminante escena de física necrofilia provoca insoslayada perturbación. La escritura fílmica (per)sigue excluyente a un perseguidor Heathcliff en su obsesiva condición marginal, y logra al menos la empatía del espectador, si no su solidaridad, hacia una criatura absolutamente extraña, misteriosa, humanamente incomprensible; el punto de vista subjetivo (mirada que recrea, registra; áurea, broncínea) de la narración, así como precisamente el hecho de que Heathcliff muestra por vez primera en la historia de las imágenes en movimiento su legítima pigmentación de negado gita-no nocturno --un Othello que es Iago de sí mismo, por fin; y, además, siempre un espectro exiliado de su propia existencia, soledad transgresora de espacios vedados, ventanas cerradas e indiscretas, espejos que también reflejan una separación clasista ahora enfáticamente racial, de muy oportuno rescate sociológico--, aportan un elemento sui géneris en la tradición de las adaptaciones, inevitablemente fascinadas por un personaje que están condenadas a tratar de comprender para siempre.

Por otra parte, Kaya Scodelario impresiona como una Catherine Earnshaw-Linton fatalmente insuficiente o minimalista hasta la inexpresividad o simplemente impostora, y el flagrante abuso de (bienvenida sea la redundancia) inocentes animales con la “justificación” de transmitir la crueldad luciferina (infierno de resentimientos, agenda de venganzas) de Heathcliff y en general la naturaleza aborrecible de ambos protagonistas --puntualmente suavizada a lo largo de la filmografía de todas las épocas-- puede ser y llega a ser injustificable: otros dos detalles cruciales para la valoración personal, individual, de esta poéticamente naturalista o naturalistamente poética pero también evidentemente limitada, sólo parcialmente lograda, de todos modos notable, última (a la fecha) Wuthering Heights.

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