martes, 30 de septiembre de 2014

Septiembre 30, 1955


En 1953, un Brando rotundamente icónico arremetía contra el moralismo norteamericano y occidental con toda la intensidad de su legendario balbuceo. “Whadda you got” era la única respuesta del protagonista de The Wild One a la pregunta de contra qué se rebelaba.


Sólo meses después, un estudiante de la Universidad de California que físicamente se le asemejaba, Corey Allen, contestaba la inquisición que se le hacía con una frase de parigual contundencia: “You gotta do something, don’t you?”. Sólo que la situación era totalmente otra. El amistoso inquisidor era el alter ego de Brando en Rebel Without a Cause. Era Jimmy Dean.

Dean en el camerino de Geraldine Page

Ríos fugitivos de tinta sería una frase trilladísima, pero es lo que ha corrido durante casi sesenta años acerca de la obra romántica del director Nicholas Ray y su estrella. Y no todo ha poseído un cariz puramente positivo. Que Dean no es el verdadero rebelde en la película, que el estilo maniqueo de Ray intenta emular al complejo de Kazan con resultados desiguales, que la cinta no tiene una importancia intrínsecamente cinematográfica sino que posee el indudable don de la circunstancia histórica oportunamente asimilada, que Dean desea ser Brando pero ni se le acerca. Lo cierto es que sólo el cine hecho con talento más que considerable puede suscitar tanta discusión aún después de medio siglo.


La trama de Rebel Without a Cause no es lo de menos, por supuesto, pero, como sucede con las demás grandes piezas del todavía joven Séptimo Arte, su actual impacto es producto de la sensibilidad con que están plasmados sus temas. El carácter arquetípico de ciertas escenas, tales como la de la pelea con navajas en el Planetario o la simplemente prodigiosa de la carrera de autos robados, se mezcla con elementos no completamente desarrollados sino más bien apuntados, que sin embargo así recargan a la película de exuberancia pasional: el homoerotismo que subyace en la relación entre Dean y el personaje de Sal Mineo, y aun en el intercambio hostil entre Dean y Allen; el complejo de Electra (la confundida Natalie Wood y William Hopper como su padre); la naturaleza misteriosa de la problemática humana en general, adolescente en particular, filosóficamente existencial y espléndidamente señalada en la escena al interior del Planetario.


No puedo dejar de mencionar, en este brevísimo homenaje, los contenidos que ironizan un poco sobre el ascendiente de Brando en la cultura juvenil de la época. Cuando Allen aparece por primera vez, clama por su chica al grito de “Stella!!!”, el estridente emblema verbal de A Streetcar Named Desire. Dean, a su vez, se muestra como una alternativa a la hegemonía del intransigentemente rudo divo, siendo él la víctima de los atropellos de una pandilla delincuencial como la que asolaba el pueblo de The Wild One.


Como todos sabemos, la alternativa prosperó y Dean heredó el trono de Brando e incluso lo superó en cierta medida, pues su prematura muerte sólo confirmó su influjo socio-cultural. Así lo demuestra el éxito universal de Rebel Without a Cause, una imperecedera obra de arte, un título que se halla en plena vigencia.

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